A simple vista despierta cierta curiosidad, con su forma cuadrada y sus muros de vieja piedra, deteriorados por la humedad y el salitre del cercano mar. Sin embargo, su aspecto triste y el silencio sepulcral que le circunda, unidos al paseo lento de los guardias civiles que custodian su recinto armados de metralletas, permiten adivinar los largos años de sufrimientos que encierran aquella paredes.
La cárcel de La Coruña, situada frente al monumento romántico de la torre de Hércules, es un edificio de corte antiguo en cuya entrada ondea, acariciada por la brisa del mar, una bandera de España. Así se me apareció una vez más, cuando el furgón policial giro en la última curva que daba acceso a la misma.
- Hemos llegado, Tarrío - me grito uno de los polis.
En efecto, habíamos llegado. Di una última calada al cigarro y, tirándolo al suelo metálico del furgón, lo aplaste con el zapato. La puerta se abrió y, tras una revisión cautelar de los policías a las esposas que sujetaban mis manos por las muñecas, salí del furgón escoltado hasta la entrada de la prisión. Nos recibió un malhumorado carcelero, apodado el Sapo por su considerable papada. Me tomaron nuevas huellas dactilares de ingreso y me fueron retiradas las esposas. Posteriormente, tras los trámites ordinarios de papeleo, los agentes de la ley se fueron, dejándome definitivamente a cargo de Instituciones Penitenciarias.
Mi vida, mi libertad y mis sentimientos quedaban a partir de ahora supeditados al capricho de los carceleros que dirigían y controlaban a los hombres en prisión. Ellos eran allí policía, ley y juez, y actuaban con total impunidad. Era la cárcel, Varios bajaron a buscarme.
- Hombre, Tarrío, ¿Otra vez por aquí? - me dijo uno de ellos.
- Ya lo ves - le respondí serio, sin ánimo de entrar en conversación.
Me hicieron desnudar integralmente, lo cual era obligatorio y habitual para los ingresos a fin de cerciorarse que no se traía nada ilegal del exterior. Conocía todo el proceso, no en vano era un cliente habitual de aquella prisión, la cual hacia tan solo dos meses que abandonado después de seis de reclusión. Una vez concluido el registro, fui conducido al Departamento de Menores, dada mi edad. Me encontré con varios amigos que vinieron a saludarme.
- ¿Qué te ha pasado, José? - me preguntaron mientras me dirigía hacia el periodo.
-Nada grave. Una reclamación de dos años y pico. Enviadme después sabanas, algo de ropa, comida y algo de tabaco también, ¿vale? De lo demás ya tendremos tiempo de sobra de hablar.
Tenía que pasar tres días de período como mínimo en una celda solo. Aquel aislamiento no tenía ninguna utilidad, pero era común a todos los ingresos. Transcurridos los tres días podría salir al patio y trasladarme a una celda con mis amigos. Mientras, tendría que permanecer allí.
"Huye, hombre, huye"
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